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jueves, 25 de septiembre de 2014

Un verano, y más, con Moby Dick (XXXIV).


Un día brillante de calma serena en el que mar y cielo aparecen como la belleza y la bondad unidas, y los hombres del barco aquietan sus almas y olvidan sus pesares. Ahab siente, por última vez acaso, lo que es la amable humanidad y recuerda el descanso terrestre y a la amada familia cuando mira a los ojos de su primer oficial. Le dice:

“(…) ¡Acércate, Starbuck! ¡Acércate a mi lado, que pueda mirar unos ojos humanos! Es preferible que mirar el mar o el cielo; mejor que mirar a Dios. Deseo sentirme en la verde comarca, en el entrañable hogar (…) Veo en tus ojos hijo… a mi mujer y a mi hijo. ¡No, no, quédate a bordo, a bordo! No vengas cuando yo salga de caza. Cuando Ahab, el hombre marcado, persiga a Moby Dick.”


Pero enseguida vuelve a ser presa del misterioso amo de su voluntad, al que reconoce por encima de toda fuerza y de toda imaginación. "El hombre marcado", dice, asumiendo su condición cainita. ¿Qué puede hacer él ni nadie contra el mecanismo eterno, contra un destino que hace mover desde la más pequeña y efímera ola hasta el mismísimo Sol?

Las notas sentimentales que deja oír Melville ya hacia el final de su novela no hacen más que introducir una modulación patética, tanto más desolada, en el trágico final que se adivina.

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