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sábado, 20 de septiembre de 2014

Un verano con Moby Dick (XXXI)


El Pequod ya es todo la pura necesidad de Ahab -los marineros y demás tripulantes van borrando su necesidad e incluso su presencia ante el fulgor cegador del capitán- y uno se pregunta si no sería que sólo él quiere representar la realidad en un mundo desolado nacido del error que recorre como el último de los locos, pero con la seguridad del Amo:

“(…) Hacía tiempo que Ahab se había encastillado en su mutismo mágico. Se mantenía apartado, y cada vez que el barco hundía el bauprés en la espuma, volvía la mirada hacia los fúlgidos rayos del sol, avante, y al hundirse de popa se volvía para contemplar cómo los rayos amarillos se fundían en la recta estela del buque.
-¡Ja, ja!, barco mío. ¡Ahora se te tomaría por el propio carro del sol! ¡Oh naciones! ¡Todas a proa! ¡Os traigo al sol! ¡Un yugo sobre las olas, una yunta en el mar, y yo lo guío!”

Ahab, el laborioso; Ahab, el guía de pueblos a los que lleva hasta el sol con la determinación de un elegido.
No es extraño que se tenga a Moby Dick como una de las grandes obras fundacionales de Estados Unidos.

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