El Pequod ya es todo la pura necesidad de
Ahab -los marineros y demás tripulantes van borrando su necesidad e incluso su
presencia ante el fulgor cegador del capitán- y uno se pregunta si no sería que
sólo él quiere representar la realidad en un mundo desolado nacido del error
que recorre como el último de los locos, pero con la seguridad del Amo:
“(…) Hacía
tiempo que Ahab se había encastillado en su mutismo mágico. Se mantenía
apartado, y cada vez que el barco hundía el bauprés en la espuma, volvía la mirada
hacia los fúlgidos rayos del sol, avante, y al hundirse de popa se volvía para
contemplar cómo los rayos amarillos se fundían en la recta estela del buque.
-¡Ja, ja!, barco
mío. ¡Ahora se te tomaría por el propio carro del sol! ¡Oh naciones! ¡Todas a
proa! ¡Os traigo al sol! ¡Un yugo sobre las olas, una yunta en el mar, y yo lo
guío!”
Ahab, el laborioso;
Ahab, el guía de pueblos a los que lleva hasta el sol con la determinación de
un elegido.
No es extraño
que se tenga a Moby Dick como una de
las grandes obras fundacionales de Estados Unidos.
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