Tiene razón Slavoj Zizek en su apreciación sobre lo sublime
y lo ridículo con respecto a la memorable escena musical de la celebrada
película Cadena perpetua (The Shawshank redemption; basada en el relato
homónimo del friqui de la caravana Stephen King).
El protagonista, Tim Robbins, tiene la oportunidad de que
todos los presos oigan música por la megafonía de la siniestra prisión. Escoge
para ello un dueto de Las bodas de Fígaro de Mozart en el que la condesa,
divertida, dicta a la simpática Susana una nota que desvelará la infidelidad de
su marido. O sea, un contenido picante, vanal, gracioso… ¡pero!, con una música
absolutamente maravillosa, exquisita en su sencilla perfección, como es propio
de los mejores momentos de Mozart.
La clave de la sensación cinematográfica se encuentra
precisamente en que los presos, como cuenta la voz en off del narrador (el
condenado que interpreta Morgan Freeman), no saben qué están diciendo las dos
señoras… “y tal vez mejor que no lo sepan”, puesto que el efecto inmediato es
que todos los presos, fascinados por la divina melodía, “se olvidaron por un
momento de su condición y se sintieron completamente libres”.
Eso es, los presos están bajo el efecto de lo inefable
precisamente porque tiene lugar una suspensión del sentido que los lleva a un
misterioso ámbito exento de toda opresión y tiempo. Han sido envueltos por lo
inesperado, por una belleza sublime… sin mensaje. Ahí existe una delgada y difuminada línea rosa.
Imaginemos, como nos propone Zizek, la misma escena con
música programáticamente elevada y liberadora como por ejemplo el movimiento
coral de la novena de Beethoven (donde se canta la hermandad y la libertad de
la humanidad)… o el coro de esclavos de Nabucco de Verdi (“Vuela pensamiento en
alas doradas...", etc.). El efecto sería también fuerte… ¡pero de una vulgaridad
prácticamente cómica!
Es la paradoja la que libera, no el llamamiento directo (y
grosero, como sería en esos casos) a la liberación.
No se trata de una fuga ordinaria de la realidad, sino de un momento mágico absoluto. Ahí está su fuerza:
Efectivamente, es, como dice Morgan Freeman, algo tan hermoso que no se puede expresar con palabras, la película a mí me priva, y esta escena en particular tiene un encanto especial porque une el desafío del protagonista con Mozart, que a mí, aunque soy profana en música, siempre me llega.
ResponderEliminarEs un momento sublime, quizás un poco pueril, pero es que yo lo soy, qué le vamos a hacer.
Pero hablando de escenas sublimes, ya tengo ganas de que aparezca en este blog una escena en concreto, relacionada con una capa y una taza de café...